sábado, 4 de mayo de 2013

Capítulo - 2


Todos los años iba al Santiago Bernabéu una o dos veces. Y siempre, por costumbre, cogía de regreso a Córdoba el AVE que salía cuatro horas después del comienzo del partido (es decir, dos horas después de su final). Y, gracias a lo bien que funciona el Metro de Madrid, llegaba a Atocha demasiado pronto y me tenía que esperar allí bastante rato.

Por eso, una vez decidí comprar el billete para el tren de una hora después del partido... y justamente ese día llovió, la entrada al metro se colapsó, y llegué corriendo al tren; no lo perdí de milagro. Me subí muy activo y con pocas ganas de estar en el asiento; me apetecía interactuar con gente, a pesar de que mi higiene (tras todo el día de viaje y partido) y mi ropa (pantalón de chandal y sudadera con capucha, adecuados para esa jornada) no eran precisamente los mejores.

Así, en la cafetería del tren encontré en la barra a una chica que antes había visto cargar con muchas maletas. Ya que tenía pinta de guiri, creí que era Erasmus. Me puse a su lado y empecé a hablar con ella y resultó no ser extranjera y, además, contrariamente a lo que parecía, era mucho más mayor que yo (tenía treintaiún años).

Además, era bastante peculiar y liberal. La química se palpó desde el principio y cuando le dije que la semana siguiente tenía una despedida de soltero, me respondió que "si ella alguna vez se casaba, su despedida de soltera consistiría en hincharse a follar". No lo comentó en un tono precisamente bajo, con lo que toda la gente del coche-cafetería nos miró con cara de "chaval, hoy triunfas".

Continuó hablándome de su vida seminómada y liberal mientras yo percibía cada vez más interés en mí por su parte. Me llamó la atención especialmente cuando detalló que tenía varias "novias" (obviando que era bisexual) y que hacía tríos mezclándolas. Me recordó a las tres novias de Drácula. Aunque viéndolo ahora, lo que creo es que quizá quería impresionarme (sí, claro, lo conseguía).

En esa vorágine de atrevimiento, le insinué hacerlo en el baño del tren. Ella no me entendió o se lo tomó  a broma y no nos coordinamos, ya que incluso estuve un rato esperándola dentro del mismo en una ocasión. No insistí porque pensé que si nos metíamos en el aseo los dos... nos pasaríamos Córdoba y, por un polvo, acabaríamos en Sevilla. Y esa sí que sería una historia para contar...

Total, que una vez bajados del tren en la estación de Córdoba le mencioné que debíamos haberlo hecho en el recorrido, y ella me dijo que pensaba que los comentarios que le había hecho al respecto durante el viaje eran de broma. Entonces sentencié que podríamos solucionarlo yendo al baño de la estación. A lo que ella, con la cara iluminada, respondió "¿Y follar?". Yo repliqué que sí, si ella tenía preservativos. Dí por hecho que los llevaba, pero no esperaba encontrarme lo que ví: se sacó del bolso una ristra de esas de cinco o seis. Pensé: "Bueno, por si estoy torpe y me lo pongo al revés".

Nos fuimos al baño de señoras de la estación y allí se hizo la cosa como se pudo. Como ella cargaba con mucho equipaje, yo la ayudé llevando (antes y después) su ordenador portátil. Cuando terminamos, dije que la esperaba fuera; pero antes, sin avisar, pasé al baño de hombres. Al salir del mismo, la encontré buscándome desesperada. Aliviada al verme, me confesó: "joder, qué susto, creía que te habías largado con mi ordenador y había pensado: qué cabrón, me folla y me roba el portátil...".

jueves, 2 de mayo de 2013

Capítulo 2



No había habido muchas citas antes, apenas tres. Y estuvimos en mi cama. Para hacer lo que ella no había hecho (algo raro a su edad en los tiempos que corren). No sé muy bien si ella ya sentía la necesidad de dar ese paso o si decidió que yo era realmente el tío adecuado. Lo que sí sé, recuerdo, es que en ese rato nunca soltamos una de las manos. 

Aquella “cama” era un colchón matrimonial colocado directamente en el suelo sobre una alfombra de bambú, ideal para muchas cosas, al que mis amigos llamaban “el tatami del amor” y para el que llegaron incluso a regalarme apropiadas sábanas en mi cumpleaños.

Por allí habían pasado muchas chicas en los años anteriores. Muchas, quizá demasiadas. Sin embargo, no puedo negarlo, deseaba que la mayoría se largase apenas habíamos terminado. De ahí que siempre intentaba ir yo a casa de ellas o, si vivían con sus padres, les ofrecía “echar la siesta” para que no se quedasen a dormir. Pero con I. fue distinto; nunca quería que ella se fuese.

Las ojeras “de después” en las mujeres son algo que siempre me han fascinado y a ella le quedaban especialmente bien. Su piel pálida sin maquillaje y con un incomparable brillo de felicidad en los ojos, ambas recostadas en mi almohada, eran el cierre perfecto a cada noche (si bien solamente pudo dormir en mi casa una vez).

La mía (mi felicidad) era cuando me llamaba todos los días antes de comer o cuando al salir de mi clase de fotografía por las tardes me recogía e íbamos a algún sitio a tomar algo. Uno de los lugares que se convirtió en habitual era un bar que había en la misma ladera donde me llevó en la primera cita. Más entrada la noche, el tacto del verano, que ya se insinuaba, nos abrazaba en mi cama, en la que ella, cogiendo experiencia poco a poco, cada vez disfrutaba más.

E hicimos un trato dejados llevar por la inmadurez, por la edad, por los proyectos que parecían dominar nuestras vidas por encima de nuestros sentimientos: aquella historia se acabaría cuando llegase agosto, yo volviese a casa y los planes posteriores de cada uno continuasen empeñados en separarnos.

Previsiones infantiles e irreales, imposición de la planificación racional, vínculos nacidos sin pretenderlo, ser felices sin buscarlo y un final marcado. En resumen, todas las papeletas para una gran historia...